sábado, 8 de mayo de 2010

La paradoja de las cafeterías

Pese a encontrarse en todo el mundo, y pese a que tienen características similares a los no-lugares antes mencionados, las cafeterías no son, en ningún caso, lugares comunes. Los cafés tienen historia, claro que si. Cada metro y silla de cualquier café, ha sido experimentado por el trato humano, y por ello, se han humanizado. Quizá en esta aclaración podemos ver una de las deficiencias de los no-lugares.

La relación existente entre estos no- lugares y las personas es que apenas se da este contacto humano que hemos mencionado que si que existe en las cafeterías. Las situaciones en los no-lugares no permiten que los lugares se humanicen. Todo es express, rápido y volátil. Todavía no hemos tenido tiempo de crear un aeropuerto o un Mc Donald literario. Todo llegará.

Y es por esa razón que los cafés tienen vida. Las tazas humeantes, y el reposo necesario para poder abordarlas hacen que tengamos que levantar la mirada y esperar. Puede pasar que pretendamos ser demasiado “express”, demasiado rápidos en el arte de beber te o café y por eso, cuando intentamos beber antes de tiempo, la enorme sabiduría almacenada de los cafés, hace que nos quememos y tengamos que esperar. Y al quemarnos, y tener que esperar, nos damos cuenta que este proceso, este enhebrar movimientos lentos y delicados, hace que definitivamente en las cafeterías hay vida, y en las autopistas no, por ejemplo, por mucho que Cortázar haya intentado convertirlas en otra cosa, algo así como un monstruo relleno de personas enlatadas, en coches, pero no, aún no hay humanidad pese a Cortázar. Para reflejar un poco mejor lo que quiero decir, voy a valerme de una genial enumeración de los cafés que el escritor Enrique Vila-Matas conoció en París,

“el Café de la Paix, por ejemplo, junto a la Ópera, donde un día un extraño vecino de mesa intentó convencerme de que a mi físico le sentaría bien una chaqueta idéntica a la que lucía Yves Montand en su última película; el Café de Flore, donde trabé una fugaz conversación con Roland Barthes, que me contó que, después de treinta años de ser cliente del bar, la cajera del local le había visto por la televisión y se había enterado de que era escritor y le había pedido un libro dedicado y él había decidido –puesto que ella le había visto en algo tan visual como la televisión- regalarle L´empire de signes, el único libro de los suyos que estaba profusamente ilustrado; el Café Blaise, donde me hizo efecto un LSD de notable potencia y por muy poco no fui asesinado por una novia muy malvada; el Café Aux Deux Magots, donde sin venir a cuento el arquitecto Ricardo Bofill me dijo no sé cuántas veces que era muy fácil destacar en Barcelona pero muy difícil -<>, repetía todo el rato – triunfar en París; el Café La Closerie des Lilas, donde adquirí la costumbre de sentarme en la mesa en otro tiempo habitual de Hemingway y es escaparme siempre sin pagar; el Café Bonaparte, donde en compañía de Marie-France (travesti a lo Marilyn Monroe que estaba rodando conmigo Tam-Tam, una película underground de Adolfo Arrieta) vi con asombro cómo un loco furioso entraba con un martillo en el local y elegía al azar a uno de los clientes para asestarle un contundente golpe en el cráneo que le dejó tieso y muerto; el café que está cerca del cruce entre la rue du Bac y el boulevard Saint-Germain, donde Perec recomendaba sentarse para observar la calle con un esmero un poco sistemático y anotar lo que viéramos, lo que nos llamara la atención, obligándonos a nosotros mismos a escribir [1]>.

Con esta perorata quiero mostrar cómo este tipo de experiencias solo se pueden experimentar en un contexto de historia, de vida, como es el bar y las cafeterías.



[1] VILA-MATAS, Enrique: “París no se acaba nunca”, Anagrama, Barcelona, 2003, p.37-38.

2 comentarios: